RUFINO Y OLGA TAMAYO: UN ALTAR LLENO DE COLOR Y EMOTIVIDAD
En México, a finales del mes de octubre y los primeros días de noviembre, encontramos espacios dedicados a una tradición ancestral que recuerda a aquellos que hoy ya no están entre nosotros. Es así como la figura de la muerte se despoja de aquel dolor y desconsuelo que provoca la partida de un ser querido, para dar paso a una muerte llena de vida, de color, de aroma, de canto y baile, de fiesta.
Esta tradición es el resultado de un sincretismo cultural entre la cosmovisión prehispánica y la religión española, originando la tradicional fiesta del Día de Muertos. A lo largo y ancho de todo el territorio mexicano podemos encontrar diversas muestras, significados y evocaciones que los mexicanos han construido en torno a la idea de la muerte.
En los espacios públicos como al interior del hogar la muerte se transforma en arte que representa identidad y esencia. Los altares del Día de Muertos son la representación iconoplástica de la visión que todo un pueblo tiene sobre el tema de la muerte, y de cómo en la alegoría conduce en su significado a distintos temas implícitos y los representa en forma armónica dentro de un solo enunciado.
En este sentido el Museo de El Carmen año con año coloca su tradicional Altar de Muertos dedicado a un sanangelino destacado; que en su vida y obra haya realizado una contribución de relevancia para el país. En esta ocasión, Olga y Rufino Tamayo fueron elegidos para representar a la comunidad de San Ángel por su aporte al mundo artístico, como promotora de arte y artista plástico, respectivamente. Este altar lleno de colores, arte y emotividad se ubica en la Sala de Exposiciones Temporales del Museo de El Carmen, donde permanecerá hasta el 20 de noviembre próximo.
El altar que conmemora al matrimonio de Rufino y Olga Tamayo se divide en tres partes, la parte central corresponde al altar tradicional donde se hace la ofrenda del Día de Muertos, mientras las áreas adyacentes son utilizadas para recrear espacios que ellos disfrutaban. Del lado izquierdo se percibe así una pequeña sala y un comedor ataviado con una tradicional vajilla de talavera y unos candiles con luz natural, que evidencia un mole negro oaxaqueño. Este espacio era uno de los lugares favoritos de la pareja, testigo mudo de la vida bohemia que llevaron y lugar de encuentros, en el que se recibieron a muchos artistas de la época.
El espacio de la derecha recrea de forma vívida el estudio de Rufino Tamayo, lugar por excelencia de la creación artística del pintor oaxaqueño; ahí se encuentra el caballete donde reposa su último boceto sobre tela, que a falta de tiempo hubiera sido otra emblemática obra. Se exponen también los pinceles y los cuencos en los que Rufino hacia la mezcla de sus pigmentos, se dice que el pintor nunca utilizó una paleta como normalmente la utilizan los pintores, el color y la vida proporcionada a sus pinturas se mezcló en estas pequeñas vasijas.
Otro de los elementos representativos de este altar es la mesa donde el pintor trabajaba, cuentan sus sobrinas y herederas María Eugenia, Rosa María y María Elena Bermúdez, que Rufino Tamayo dedicaba a la pintura una jornada de trabajo de ocho horas, equivalente a lo que cualquier asalariado dedica a su trabajo. Su pasión siempre fue la pintura, la razón por la cual él desatendió la parte administrativa, y en la que Olga le otorgó su apoyo al supervisar y administrar la parte comercial de su trabajo.
Al reunir todos estos elementos personales se genera un ambiente que evoca la sensibilidad humana y las emociones compartidas por dos personas que unieron sus vidas durante 57 años, desde febrero de 1934 hasta la muerte del pintor en 1991, muestra de ello es la guitarra que se exhibe y acostumbraba utilizar el creador mexicano y la cual cargaba aquel día de 1933 cuando Olga Flores Rivas lo vio por primera vez e inició su historia junto al pintor.
De esta manera el Altar se ambienta con muebles, objetos y obra perteneciente al matrimonio homenajeado. Los familiares entregaron al recinto alguna fotografías, cuatro sillas del antecomedor familiar, esferas, candelabros, un relicario, una máquina de escribir, una vajilla de talavera pertenecientes al matrimonio, así como diferentes elementos decorativos; mientras el Museo Rufino Tamayo prestó la mesa y sillas que ocupaba el artista al pintar, los recipientes de vidrio y plástico donde el artista hacía las mezclas de color, los pinceles, las espátulas, los tubos de color, así como objetos de trabajo, todo ello con la intención de recrear la atmosfera bajo la cual vivía, mostrando su vida cotidiana, pero sin descuidar los elementos tradicionales de una ofrenda conmemorativa del Día de Muertos, como velas, pan de muerto, comida, papel picado, flores y demás.
Es así como un altar da sentido y vida a la muerte, en este sentido, la muerte no se enuncia como una ausencia ni como una falta; por el contrario, es concebida como una nueva etapa en la que el muerto viene, camina y observa el altar, percibe, huele, prueba y escucha. No es un ser ajeno, sino una presencia viva. En palabras de Patricia Beatriz Denis Rodríguez, la muerte es la metáfora de la vida misma que se cuenta en un altar, y se entiende a la muerte como un renacer constante, como un proceso infinito que nos hace comprender que los que hoy estamos ofreciendo seremos mañana invitados a la fiesta.
No dejen de visitar esta magna ofrenda llena de historia, creatividad y por supuesto, arte y tradición mexicana.
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Por:@Brenda_Martz